miércoles, 22 de diciembre de 2010

En algún lugar del mundo

Miriam había pertenecido a un hombre durante toda su vida; fue hija, hermana y esposa, nunca había sido Miriam excepto en sus sueños. Nació en una tierra donde la tecnología y la ciencia ya no eran ningún secreto, pero sus habitantes se seguían comportando como cromañones. Quince años antes de su llegada el mundo, el ser humano había pisado la luna, pero aún no había sido capaz de tratarla como una persona.


Mientras los hermanos estudiaban, la madre dormía y el padre cambiaba bujías en el taller, Miriam corría desnuda junto a su amigo Alberto y se bañaba con él en el arroyo. Un día, su padre llegó antes del trabajo y los sorprendió escalando un árbol mientras su ropa descansaba en una piedra seca. La flageló con el cinto de cuero hasta que su cuerpo, enrollado en el suelo en posición fetal, no pudo levantarse, insistía en que era una señorita, y debía comportarse como tal. Ella nunca lo entendió, pero aprendió a someterse a las reglas de su padre, y más tarde, cuando éste murió de un cáncer de pulmón, a las de sus hermanos.
Jesús era alto, moreno, de ojos oscuros y facciones rectas, le llevaba tres años, tenía trabajo y le gustaba; a los veintitrés años se casó con él. Pronto se convirtió en una ama de casa excelente con la comida preparada a las tres en punto, dejando de someterse a las ordenes de su padre y sus hermanos para hacerlo ante las de su marido. Renunció al maquillaje, a las faldas cortas, a la salidas nocturnas de los viernes, a la misma cerveza que bebía su marido, e incluso, a leer el periódico, ya que las mujeres no entendían de esas cosas. Vinieron los gritos por encontrar la cena sin hacer o las camisas sin planchar. Cuando su madre enfermó le rompió tres costillas por no atender la casa durante tres días. Al principio, Mariam gritaba o lloraba, más tarde, se limitó a quedarse inmóvil en el suelo, hundiendo la cabeza entre las piernas e intentando recordar canciones de su infancia para mitigar el dolor. Durante el día trabajaba para mantener la casa en orden y complacer a su marido. Por la noche se acostaba muy temprano para hacerse la dormida cuando él llegase y no tener que soportar sus insultos.
Quería correr hasta que se le evaporase la sangre y se le congelaran los pulmones. Soñaba con escapar de que le llamaran puta, de las palizas y de la esclavitud. Necesitaba creer que no estaba llena de sueños rotos y demasiadas esperanzas, cansada de ser un alma resignada, colérica y deshecha. Imaginaba que en algún lugar del mundo hubiese alguien que la echaba de menos, que la quería y deseaba abrazarla. Por eso, deseó con tanta fuerza estar sentada en tierra de nadie con la lluvia mojándole la cara, sintiéndose feliz, lo más feliz que su magullado cuerpo le permitiese sentir, pues los golpes que la habían inmunizado contra el dolor acabaron también con cualquier atisbo de alegría. 

miércoles, 15 de diciembre de 2010

A dentelladas secas y calientes.

  Solo tu sabías mejor que nadie  que mi respiración no detiene el tiempo ni anula el espacio, que no soy el corazón de la tierra  y  que mis párpados no  acarician el planeta. Me considerabas una atleta que corría descalza porque no podía soportar que sus pies se aislaran. Me conocías mejor que nadie y me lo diste todo, eras ese alguien que si me faltaba era como si me faltara el aire.   Estoy orgullosa de poder decirte que no me derrumbé, que  todas las noches pienso en la suerte que tuve de que hayas existido, que no he intentado olvidarte. Sé que el hecho de que te apartaran de mi lado superó mi capacidad de seguir adelante, que creía que era algo tan importante que se oiría en todo el mundo, que sería algo tan salvaje como una herida expuesta al agua salada. Que sentí un miedo terrible, como si alguien me lanzase miles de piedras enormes y por mucho que moviera los brazos no pudiera hacerlas desaparecer. Me encantaría poder decirte que no lloré, ni grité, ni maldije al mundo por haberte alejado de mi. Pero si puedo decirte que me negué a que me faltara el equilibrio o a que pasaras a ser una parte amputada de mi cuerpo. Que aún sueño con sentarme en tus piernas o con que tu barba me pique, que necesito que salgas en todas las páginas de mis álbumes de fotos. 



lunes, 6 de diciembre de 2010

Que me quedes tú


Viajé alrededor de mil mundos y derribe cientos de arboles. Tenía todo lo que un hombre era capaz de desear, podía correr sin cansarme  y respirar sin gastar aire. Podía acortar las calles para llegar antes o controlar el tiempo hasta que estuviese a mi favor. Era superman, recorría mil kilómetros en menos de un segundo, levantaba camiones de cientos de toneladas y podía hacerme invisible si los que me miraban no me gustaban. Nunca jamás me derribé ni miré a quien estaba luchando contra  mí. Pero lo único que me hacía sentir un hombre verdaderamente afortunado era  el hecho de que cuando me cansase de ser un superhéroe podía llegar a casa, encender la luz y encontrarte sentada en el sofá. Era ese el momento en el que de verdad me hacía fuerte, cuando te lanzabas a mis brazos y hasta el paraíso se convertía en una pesadilla. No me importaba que se me evaporaran los poderes porque si te tenía a ti conservaría el más importante. Nunca entendí cual era tu verdadero propósito natural. Estabas tan viva , tenías tanto por ti sola que no podía creer que hubieses sido un alma creada para encontrarse con otra, una identidad que llegaría a formar parte de algo tan insignificante como yo.  Cuando miraba las ondas de tu pelo o la sonrisa que me dedicabas todas las mañanas solamente podía pensar en que la realidad es infinitamente compleja; miles de mentes, miles de vidas, todas ellas unidas entre sí.