Miriam había pertenecido a un hombre durante toda su vida; fue hija, hermana y esposa, nunca había sido Miriam excepto en sus sueños. Nació en una tierra donde la tecnología y la ciencia ya no eran ningún secreto, pero sus habitantes se seguían comportando como cromañones. Quince años antes de su llegada el mundo, el ser humano había pisado la luna, pero aún no había sido capaz de tratarla como una persona.
Mientras los hermanos estudiaban, la madre dormía y el padre cambiaba bujías en el taller, Miriam corría desnuda junto a su amigo Alberto y se bañaba con él en el arroyo. Un día, su padre llegó antes del trabajo y los sorprendió escalando un árbol mientras su ropa descansaba en una piedra seca. La flageló con el cinto de cuero hasta que su cuerpo, enrollado en el suelo en posición fetal, no pudo levantarse, insistía en que era una señorita, y debía comportarse como tal. Ella nunca lo entendió, pero aprendió a someterse a las reglas de su padre, y más tarde, cuando éste murió de un cáncer de pulmón, a las de sus hermanos.

Quería correr hasta que se le evaporase la sangre y se le congelaran los pulmones. Soñaba con escapar de que le llamaran puta, de las palizas y de la esclavitud. Necesitaba creer que no estaba llena de sueños rotos y demasiadas esperanzas, cansada de ser un alma resignada, colérica y deshecha. Imaginaba que en algún lugar del mundo hubiese alguien que la echaba de menos, que la quería y deseaba abrazarla. Por eso, deseó con tanta fuerza estar sentada en tierra de nadie con la lluvia mojándole la cara, sintiéndose feliz, lo más feliz que su magullado cuerpo le permitiese sentir, pues los golpes que la habían inmunizado contra el dolor acabaron también con cualquier atisbo de alegría.
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