Se le habían gastados las lágrimas, se le había ido la voz y las fuerzas para luchar, y solo podía resignarse a odiar con todas sus fuerzas a esos hijos de puta que se lo llevaron, que acabaron con el único hombre por el que habría dado su propia vida. El mundo se había vuelto loco, el planeta ardía en llamas. Y solo había odio en ella, y amor, amor por Adrián, por la cartas, por los besos en el pecho, por las noches en vela, y las caricias, y los te quieros que elevaban el mundo, ese mundo que habían destruido al dispararle en la nuca, al dejar que la persona que le había dado la vida muriese fusilado gritando viva la república, y María quiso que ganaran ellos, los hijos de puta, que esa guerra terminara, porque le daba igual la república, solo quería a Adrián, y que volviera a encajar su universo en su eje. Quiso que dios no existiera, deseó que no hubiera un ser tan mediocre capaz de crear el mundo en 7 días y de desgarrarle el alma de una manera tan cruel, porque él era su alma, lo único con el poder de hacer que todo cambiase en un segundo. Y tenía miedo, miedo de volver a casa y no verlo apollado en la pared, de meterse en la cama y no encontrarlo a su lado, de despertarse y no tener su buenos días, ni su beso matutino, miedo de tener que vivir tantos años sin el que le había rescatado, el que le había destruido para resusitarle después. La sensación de perdida era como una herida. Las personas a las que les amputan los dedos de un pie no logran mantener el equilibrio y se caen constantemente. Así se sentía, como si le hubieran amputado una parte de su ser y no pudiera hacerse la idea de que se había ido para siempre.
Yo le quería, gritó, y escupió al aire, porque solo sentía odio, y amor, amor por Adrián y por los te quieros que elevaban el mundo.
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