Estaba completamente concentrado en mis tres paginas sobre dios sabe que datos del mundo consumista cuando alcé la cabeza y la vi allí, al otro lado de la ventana, con la mirada pérdida, con las piernas encogidas hacia su pecho, como si estuviera taponando una herida, como si el echo de dejar de taponarla supusiera que se le escapara la vida. Pasé mucho tiempo observándola, tanto que ni siquiera lo calculé, cayó la noche y yo seguía allí, intentando divisar algo a través de la ventana de su cuarto. Y así pasaron los meses, se acabó el otoño y pasó la primavera, y seguía mirándola, intentando buscarle una explicación a su mirada pérdida y a su herida en el pecho.
Me costaba verla así. Desde que me salvó de ahogarme en el cajón de arena en el jardín de infancia nunca me había separado de ella. Ella era la dura, la que fumaba, la que había estado con chicos y montado en moto. La quería, nunca pude definir cómo o cuánto, pero la quería. Lo sé porque el verano pasado fue a visitar a su tío al otro lado de la ciudad y después de no saber nada de ella en dos semana me dí cuenta de que la calles, los juegos, las carreras y el toca discos de mi padre no era lo mismo sin su risa escandalosa a mi lado. Y ahora estaba allí, muerta de miedo, y aunque no supe porque, lloré, lloré como un niño sintiéndome dueño de un dolor ajeno y en gran parte, desconocido.
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