Necesitamos el miedo, como el dolor o la nostalgia. Necesitamos sentir cuando un cuchillo nos corta la piel, para así apartar la mano. Necesitamos añorar lo importante, para así no dejarlo escapar. Necesitamos sentir que se nos resquebraja el mundo, para así valorar el mundo.
Si no tuvieramos miedo, saltaríamos de los acantilados tomándolos por escalones. Si no temiéramos al fin, nunca nos percataríamos de que estamos en el principio. El miedo nos derriba, nos mata de dolor, nos hace creer que si damos un solo paso más nos caeremos. Pero la vida nos ha dotado de un increible órgano, hecho de un material similar al hierro, con la capacidad de fundirse con el calor y recomponerse con el frio. Un órgano con una fuerza incuestionable, capaz de parar la circulación de la sangre y hacernos caminar al mismo tiempo. Con una voz grave que, como el sargento de un ejercito, nos grita que avancemos hacia la batalla, que no matemos al miedo, al dolor o a la nostalgia, sino que los capturemos, hasta que el órgano enemigo empiece a olvidarlos.